El primer ser humano revienta contra el
asfalto a las diez y cuarenta y dos minutos de la noche del domingo dos de
junio. Un hombre que camina al otro lado de la plaza levanta instintivamente la
vista. Le da tiempo a ver a varias personas—no sabría decir cuántas, le cuenta
luego a la policía—en los alféizares de las ventanas de un rascacielos. Y de
repente, antes incluso de que pueda asombrarse por lo que está pasando, todas
ellas saltan a la vez.
Saltan
a la vez y estallan contra el suelo casi al mismo tiempo.
Y,
de nuevo, ese ruido indescriptible. Aunque mucho más intenso.
Esa
cálida noche de verano en Madrid diez personas se arrojan al vacío desde diez
habitaciones de la planta séptima del hotel que preside la Plaza de España.
Ninguna de ellas se había registrado en recepción. No llevan nada que les
identifique. Hay una joven que apenas habrá cumplido los treinta años, pero
también alguien de más de ochenta. Un cadáver lleva encima ropa por valor de
más de seis mil euros. Otro viste con prendas que le había entregado una ONG.
Sus mundos nunca se han cruzado. No se conocen. No hay huésped o empleado que
recuerde haberlas visto en el hotel, ni objeto personal en las habitaciones
desde las que han saltado; aunque sobre la mesilla de noche de la número
setecientos dieciséis los investigadores encuentran un par de velas encendidas
que parecen rezar a una pequeña virgen a la que iluminan con suavidad. Esa es
sólo la primera de las sorpresas.
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